miércoles, 20 de febrero de 2013

“La educación es lo que queda después de que uno ha olvidado lo que aprendió en la escuela”.

El veredicto del profesor suena inapelable. “Su rendimiento, sus resultados, son insatisfactorios. No asimila bien. Las notas donde apunta sus experimentos están rasgadas y confusas. A menudo se encuentra perdido, porque no escucha. Insiste en hacer las cosas a su manera. Me ha llegado la noticia de que quiere ser científico. En las circunstancias actuales, me parece algo ridículo. Si no puede ni siquiera aprender las bases de la biología, no tiene posibilidades de desempeñar el trabajo de un especialista. Sería una pura pérdida de tiempo no sólo para él, sino también para los que deberán enseñarle”.
El alumno en cuestión es John Gurdon. Medio siglo después de este juicio demoledor, en el 2012, a sus 64 primaveras, Gurdon se ha tomado su revancha al ganar el premio Nobel de Medicina. Sus pobres resultados en la Eton School, donde los académicos todavía se acuerdan de que sacó en una prueba una miserable puntuación de 2 sobre 50, no le impidieron llegar a lo más alto en su carrera profesional.
Genios que en el colegio fueron malos estudiantes: es más común de lo que se piensa y abarca todas las disciplinas. Por ejemplo, el profesor de Albert Einstein escribió: “Este chico no llegará nunca a ningún sitio”. Tampoco es que fuera un desastre (se ha exagerado mucho este aspecto), pero es cierto que sus maestros encontraban al joven Einstein lento y se quejaban de que reflexionaba demasiado antes de contestar a una pregunta. No conseguía aprender nada de memoria. No entendía las reglas y las órdenes. Rechazaba practicar deporte y esto lo llevó a aislarse. A los 16 años fue rechazado en una primera prueba de acceso a la Escuela Politécnica de Zurich por sus malos resultados en letras. Pese a ser excelente en matemáticas y física, era flojo en francés (se acababa de mudar a Suiza y no conocía el país), geografía y dibujo. Años después, el padre de la teoría de la relatividad dejó para la posteridad una de sus célebres frases sobre el tema: “La educación es lo que queda después de que uno ha olvidado lo que aprendió en la escuela”.
Otro físico de renombre, el estudioso de los agujeros negros Stephen Hawking, recuerda sus años de la universidad como un periodo de “aburrimiento y con la sensación de que no mereciera la pena esforzarse”. Hawking estudiaba menos de una hora al día. Confesó haber aprendido a leer sólo a la edad de ocho años. Aunque claro, su inteligencia estaba fuera de discusión. Su tutor de física, Robert Berman, contó posteriormente en The New York Times Magazine: “Sólo le bastaba saber que se podía hacer algo. Y él era capaz de hacerlo sin mirar cómo los demás lo hacían. Por supuesto, su mente era completamente diferente de las de sus coetáneos”. Su enfermedad, relacionada con la esclerosis lateral amiotrófica que le golpeó a los 21 años, le despertó: “Sólo entonces entendí que moriría pronto y que había que activarse”, declaró Hawking.
Estos casos tuvieron un final feliz. Pero hubo en la historia otro matemático que no tuvo la misma suerte. Évariste Galois, considerado el padre de la álgebra moderna, fue rechazado dos veces por la École Polytechnique de París por su manifiesta incapacidad de superar los exámenes de acceso y por su sistemática rebelión a las reglas y al sistema. Murió en un duelo a los 20 años.
Tener un hijo con grandes capacidades pero poco apto para las aulas puede llegar a convertirse en una pesadilla para los padres. Charles Darwin era, según sus maestros, “un chico que se encuentra por debajo de los estándares comunes de la inteligencia. Es una desgracia para su familia”. Al parecer, su padre compartía el diagnóstico. Consideraba que era vago y soñador: “Mi hijo no piensa en otra cosa que en la caza y en los perros”.
Otro padre con quebraderos de cabeza fue el de Winston Churchill. Tuvo que admitir: “El trabajo escolar de mi hijo es un insulto a la inteligencia” (años después el canciller británico afirmó: “Siempre me ha encantado aprender. Lo que no me gusta es que me enseñen”). Según su maestro de primaria, “Winston es un elemento que molesta constantemente, siempre está a punto de meterse en líos”. En cuanto a la madre de Thomas Edison, llegó a perder la paciencia con su hijo. Al cabo de tres años, tuvo que quitarle del colegio por desesperación, para educarle en casa. Era “un chico confuso, inestable y embrollón”, según su profesor. El inventor de la bombilla incandescente empezó a vender dulces y periódicos en los trenes y así desarrolló, con los años, su genio creativo.
La figura del genio matemático superdotado pero incomprendido es un clásico de la mitología popular. Pero esta divergencia entre rendimiento escolar y éxito profesional se ha manifestado también en otras ramas, como las artísticas. Piensen, por ejemplo, que Giuseppe Verdi no fue admitido en la Escuela Superior de Música de Milán, el Conservatorio. La razón: haber superado los límites de edad y ¡adoptar una postura incorrecta de las manos sobre el piano! En la pintura, más de lo mismo. Picasso (mientras que los otros alumnos seguían la clase del maestro, él dibujaba incansablemente palomas y corridas en sus cuadernos), Debussy (faltas de ortografía recurrentes) y Leonardo (emprendía investigaciones en dominios diferentes y, una vez comenzadas, las abandonaba) nunca destacaron en sus estudios. Por no hablar del arte de escribir: Unamuno suspendió la asignatura de literatura. Marguerite Yourcenar nunca pasó por la escuela y Balzac fue un auténtico desastre: indisciplinado, distraído…
¿Son cosas del pasado? En realidad, la divergencia entre las pobres notas sacadas en la etapa del cole y la posterior y exitosa carrera sigue produciéndose hoy en día. Incluso dos genios de la sociedad moderna, como Craig Venter, el padre del genoma humano, o Larry Ellison, el fundador de Oracle, también dejaron un mal recuerdo en su paso por las aulas. El primero estaba más interesado en la vela y el windsurf. Sus notas eran muy insuficientes. El segundo era un estudiante poco atento. Dejó la universidad ya al segundo año, también debido a problemas familiares. Ahora es considerado el quinto hombre más rico del planeta.
¿Y Bill Gates? ¡Al fundador de Microsoft tuvieron que pagarle para estudiar! “Para estimularnos, mis padres nos daban a mi hermana y a mí 25 dólares por cada sobresaliente que sacábamos. Mi hermana cobraba más porque siempre fui mal estudiante”, cuentan en su biografía.
¿Cómo es posible que los centros de enseñanza y los profesores no supieron darse cuenta de que tenían delante a genios? Paul Arden, publicista autor del libro Usted puede ser lo bueno que quiera ser (Phaidon), escribe que el criterio de enseñanza no puede en ningún caso ser un criterio fiable: “En la escuela se aprende sólo el pasado, los hechos conocidos. Cuanto más hechos se recuerdan, mejores son las notas. Los que fracasan en la escuela no están interesados en el pasado, tal vez porque piensan en clave de futuro. O simplemente no tienen buena memoria. Pero esto no significa que no puedan tener éxito”. “Siempre hay que recordar que los grandes números dicen todo lo contrario: a la gente a la que le ha ido bien en la escuela, le fue bien en la vida. Pero es cierto que hay niños que pueden chocar fácilmente con sistemas rígidos y torpes”, reconoce Mariano Enguita, autor del estudio de la Obra Social de La Caixa Fracaso y abandono escolar en España, y catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca.
Dicen los psicólogos que estamos predispuestos, por la naturaleza, a recuperar nuestra autoestima después de un fracaso. Y, a veces, para ciertas personas es más fácil conseguirlo siguiendo caminos alternativos al estudio, tal vez porque los creativos, por definición, se rebelan a las reglas. Según Alicia López, fundadora y directora del Centro de Psicología López de Fez, en Valencia (Centropsicologiainfantil.es), “es muy posible que la rigidez del sistema educativo les haya impulsado a estimular su creatividad ante la necesidad de encontrar su propio camino, un camino en el que poder dar rienda suelta a su talento”. Así que siempre hay esperanzas. Tal como escribe Jean-Bernard Pouy, coautor del libro Enciclopedia de malos alumnos y rebeldes que llegaron a genios (Catapulta), “una infancia problemática, una educación fallida, una vocación forzada o desviada a menudo pueden llevar a la iluminación”.
En todo caso, parece evidente que los profesores, en muchos casos, no supieron detectar o entender las potencialidades de estos alumnos geniales. El escritor francés Daniel Pennac fue durante años un maestro y contó sus experiencias en un libro (Mal de escuela, Mondadori). Él cree que los que enseñan deberían, antes que nada, mantener la mente abierta y abandonar los prejuicios. Porque incluso la persona que aparentemente es un mal estudiante puede esconder grandes virtudes y capacidades. “Todo el tiempo que trabajé como profesor de alumnos de bachillerato, nunca me topé con ningún muchacho idiota. Los hay más vivos, más atrevidos, más rápidos, sí. Pero no hay que olvidar que la escuela es el lugar donde se entrechocan el conocimiento y la ignorancia. Enseñar siempre es algo violento”.
“Todas las personas tienen una dosis de talento, pero no todas tienen fuerza de voluntad y ganas de trabajar para desarrollarlo, aún siendo motivadas. Las personas con talento pueden ser también personas perezosas”, matiza Alicia López. De ahí la pregunta clave: ¿ir al colegio puede ayudar a vencer esta pereza o, en cambio, estos ejemplos demuestran que, por muy buena intención que se ponga, estamos ante una batalla perdida? Mariano Enguita reconoce que, a diferencia del pasado, “ahora con las redes sociales todo el mundo tiene oportunidades para formarse incluso fuera de las aulas. Hay muchas herramientas disponibles. Y sí, digamos que sí, hay personas que aparentemente no necesitan la escuela”. Piergiorgio Odifreddi, matemático, divulgador y autor de varios libros, también cree que en ciertas circunstancias las aulas no sirven o, en todo caso, sirven poco. “La escuela siempre es necesaria, salvo en los casos en los que hace más daño que otra cosa. Sus puertas deben permanecer abiertas a todos, salvo a los que están en grado de desarrollar un pensamiento independiente y de mirar al mundo con una mirada poco convencional. Intentar atar una persona con estas características en el esquema del saber común puede frustrarle, y cortarle las alas al impedirle desarrollar sus potencialidades”.
Sin embargo, la escuela todavía puede desempeñar un papel esencial, también para los que tengan a un genio escondido en la lámpara. “Incluso las personas creativas necesitan una cierta disciplina. Debe ser una disciplina sobre todo interna, pero que puede también imponerse desde lo externo. En este sentido, la escuela puede enseñar a tener capacidad de autocontrol y de trabajo que serán útiles para desarrollar el propio talento”, subraya Enguita, que, en todo caso, recuerda que sentarse en un banco en un aula no tiene por qué ser incompatible con cultivar la propia genialidad. “No hay que olvidar que el año escolar, por lo menos en España, es de 175 días al año. Los que, por alguna razón, no se encuentran cómodos o a gusto en el colegio, disponen de mucho tiempo para desarrollar intereses, pasiones y el talento que uno posee. ¡Más de la mitad de las horas del año, son suyas! No es por acudir a la escuela que una persona con capacidades o talentos especiales va a acabar apretado de la yugular. Por todo eso, es absurdo pensar que si te va mal en la escuela necesariamente te vas a convertir en nada en la vida”.
Así que genios y maestros pueden convivir de una manera provechosa si cada uno pone algo de su parte. Por un lado, los estudiantes pueden aprovechar el marco que ofrece el programa de la enseñanza para no desperdiciar y dispersar sus dotes. Pero ¿qué tiene que hacer la escuela para mejorar? “Lo deseable sería adaptar los criterios de enseñanza al estudiante. La práctica demuestra que en grupos reducidos de alumnos, con atención individualizada, estos aprenden más y están más motivados. Esto requiere recursos y profesionales motivados y formados en altas capacidades. El sistema escolar debería contemplar, además de la adquisición de conocimientos académicos, la educación emocional de los alumnos y el desarrollo de sus habilidades sociales (enseñándoles a ser asertivos) para fortalecer su voluntad e introducir hábitos de esfuerzo, autodisciplina y automotivación”, dice López.
Ahora bien, todo dependerá también de la idea de éxito que cada uno tenga y de la capacidad de sobreponerse a los suspensos. Pennac lo sabe bien. “Yo repetí curso. Y, queridos chicos, os aseguro que en la vida hay cosas mucho peores”. Genial.

1 comentario:

  1. Estoy de acuerdo con todo el contenido del artículo, aunque comparto la idea de que la mayoría de sistemas educativos son obsoletos y poco motivantes/retadores para intelectos más elevados, también creo que lo mucho o poco que la escuela realmente puede enseñar puede ser muy provechoso más adelante, creo que lo importante es reconocer qué será útil y que no y esforzarse en cultivar los propios dotes para materializar los objetivos.

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